Atreverse a saber
LLEVO CUARENTA años publicando artículos de opinión, cosa que me ha
proporcionado un dilatado conocimiento de la subjetividad humana. He aprendido
que da igual que te esfuerces en precisar, aclarar y delimitar tus ideas en los
textos que escribes: siempre habrá alguien que las tergiverse por completo,
porque por desgracia somos así, entendemos lo que queremos entender y la pasión
a menudo nos ciega. Por eso hay que tener especial cuidado a la hora de
informarnos de aquellos temas que nos hacen hervir la sangre, porque son los
que más retorceremos. Las emociones no se avienen bien con el entendimiento.
Claro está que hay un nivel de subjetividad inevitable: interpretamos el
mundo a través de todo lo que somos y a veces el peso de nuestra vida nos
impide evaluar correctamente la realidad. Recuerdo una confusión profesional
que todavía me duele. Sucedió a principios de los ochenta; aunque hoy nos
parezca mentira, en una piscina de un pueblo español se le impidió la entrada a
un negro por el color de su piel. El caso me pareció tan zafio y tan brutal que
se me ocurrió la tontería de escribir un articulito en plan de guasa, llevando
la discriminación hasta la hipérbole: que me parecía muy bien, que seguro que
desteñían… Una serie de burradas a cual más grotesca. Dos semanas después
recibí la carta de un hombre que, humilde, educada y doloridamente, intentaba
explicarme por qué los negros como él tenían derecho a entrar en las piscinas
(y a vivir). Es decir, se había tomado en serio mis tremendos
disparates, y ni siquiera así se indignaba conmigo, sino que
intentaba convencerme. Aún hoy me tortura imaginar qué vida habría vivido ese
lector para creer auténtico un texto tan atroz; y lo peor es que jamás pude
pedirle disculpas ni explicarme, porque la carta no llevaba remite (una prueba
más de su sensación de indefensión).
Hace años escribí un artículo en el que,
tras citar las palabras de un político, las interpreté de manera equivocada
Pero la mayoría de los malentendidos no son tan dramáticos. Lo que más
abunda son las tergiversaciones tendenciosas, un defecto que solemos ver muy
claro en los demás, pero que nos cuesta muchísimo admitir: ya saben, los necios
siempre son los otros. Yo creo, sin embargo, que es algo que por desgracia
padecemos todos. Hace muchos años escribí un artículo en el que, tras citar las
palabras de un político, las interpreté de manera total y obviamente
equivocada. Un corrector del periódico (benditos sean) pilló el error y me
salvó de cometer una estúpida pifia; y aun así, cuando el corrector me lo dijo,
tuve que releer tres o cuatro veces la frase original para conseguir entender
mi confusión. Y es que el tema del artículo me apasionaba mucho, de ahí lo pertinaz
de mi burricie. Ese estado de ceguera literal, porque lo miraba y no lo veía,
me dejó aterrada. Así de viciada es nuestra percepción del mundo.
Por cierto que ahora tenemos una prueba evidente de ello con la llamada posverdad. He dicho varias veces
que no sabía por qué lo llamaban posverdad, cuando se trataba de la mentira
cochina de toda la vida. Pero empiezo a pensar que no es así y que ahora puede
percibirse un matiz diferente. Es cierto que siempre ha habido groseras
manipulaciones de la opinión pública. Por ejemplo, en 1898 la prensa
sensacionalista de William Randolph Hearst tituló truculentamente Remember the Maine, to Hell with Spain! (¡recordad
el Maine, España al infierno!) y con ello contribuyó a la
declaración de guerra entre Estados Unidos y España; estaban acusando a nuestro
país de la explosión del navío Maine en el
puerto de La Habana, aunque no había, ni hay, la menor prueba de ello. Pero es
que entonces a la gente le era mucho más difícil obtener otras informaciones
alternativas. Estaba más dirigida, más indefensa. Ahora, en cambio, escogemos
creer el primer tuit que abunda en nuestros prejuicios, aunque el tuit de al
lado demuestre que se trata de una zafia mentira. Preferimos ver determinado
programa porque concuerda con nuestra berroqueña visión de las cosas, aunque
con sólo hacer zapping podríamos enterarnos
de que ese programa está totalmente manipulado. Sapere
aude, atrévete a saber, decía Kant. Pues bien, empiezo a tener la
sobrecogedora sensación de que la mayoría de los humanos elige no saber. Y de
que no es un tema de ignorancia, sino de simple pereza y de cobardía.
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