domingo, 22 de abril de 2018

Artículo para comentario crítico (semana 31 al 04 de mayo)


Contra el fútbol


En este deporte, al menos el profesional, cualquier noción de juego limpio, de respeto a las reglas y al rival parece ridícula, desfasada y nociva.
AUNQUE PAREZCA mentira, hubo un tiempo no tan lejano en que estaba mal visto que los escritores escribiéramos sobre fútbol: el fútbol era el opio del pueblo, una variante del panem et circenses, una abominación del diablo, en el mejor de los casos un pasatiempo para zoquetes. No obstante, gracias al denostado espíritu lúdico de la posmodernidad y a la valentía de unos pocos iconoclastas que se insubordinaron contra aquel papanatismo —pero también gracias a la ley del péndulo y a nuestra acreditada vocación borreguil—, desde hace tiempo ocurre lo contrario: algunos de nuestros mejores escritores son expertos analistas y escriben libros sobre fútbol, muchos tenemos el atrevimiento de dedicarle de vez en cuando un artículo al tema y, ya sea por placer, por ánimo gregario o por temor a ser tachado de inculto, nadie se pierde el partido de los domingos. Así las cosas, todo indica que el sacrílego que incurra en la temeridad de hablar mal del fútbol y publique, por ejemplo, una columna titulada Contra el fútbolpuede dar por seguro que será lapidado en plaza pública.

Esto es el fútbol actual: un deporte donde, tanto o más que a los héroes, se vitorea a los villanos. No exagero un ápice

Pero lo cierto es que nunca estuvo más justificado que ahora decir pestes del fútbol. Y no, no me refiero sólo a lo que rodea al fútbol. No me refiero a la corrupción oceánica que lo sumerge, comparada con la cual la corrupción política es de risa: en el fútbol roban los directivos, los intermediarios y los futbolistas, todos ellos jaleados por una hinchada feliz (Tots som Messi) de que unos multimillonarios mayormente analfabetos les roben a manos llenas, robando al fisco. Tampoco me refiero a la violencia: ni a la verbal, que envenena los estadios de insultos (racistas o no), ni a la física, que asola barrios enteros a manos de hordas de hooligansespecializados en triturar lo que se ponga por delante. No: me refiero al fútbol en sí. Un periodista italiano me contó una historia. Ocurrió en el verano de 2006, justo después de que Italia le ganara a Francia la final del Mundial de Alemania, cuando visitó su periódico Marco Materazzi, el defensa de la selección italiana. Todos ustedes recuerdan a Materazzi; todos recuerdan lo que hizo en la prórroga de aquella final: insultar a Zidane hasta que, fuera de sí, la estrella francesa le pegó un cabezazo marsellés, lo que provocó su expulsión y decidió la final. “Por la redacción de mi periódico han pasado premios Nobel, presidentes de Estados Unidos, el Papa”, remató el periodista. “Pero sólo el día en que la visitó Materazzi se paralizó por completo”. Esto es el fútbol actual: un deporte donde, tanto o más que a los héroes, se vitorea a los villanos. No exagero un ápice. En el Mundial de México, en 1986, Maradona le metió un gol a Inglaterra con una mano clamorosa, que el árbitro no vio. ¿Alguien le afeó la jugada al futbolista argentino? ¿Pidió disculpas por ella? Al contrario: se la atribuyó a “la mano de Dios”, expresión que ha pasado a la historia como una de las mayores hazañas balompédicas del hombre más hábil que se ha visto con un balón en los pies. ¿Y qué decir de aquella imagen de José Mourinho, entonces entrenador del Real Madrid, metiéndole un dedo en el ojo ante el mundo al segundo entrenador del Barça, Tito Vilanova? ¿Se le prohibió a Mourinho que volviera a entrenar un equipo de fútbol? ¿Fue objeto de una reprobación general? Quia: se celebró su machada, y ahí sigue, el tío, acumulando prestigio y millones, convertido en un icono futbolístico, en un modelo para todos.
Son sólo tres ejemplos: podría alegar miles; no se trata de anécdotas aisladas: se trata de la categoría, de lo que ahora mismo define al fútbol. En deportes que todavía son deportes, como el tenis —me dicen que el golf es igual—, estas bajezas son inimaginables. En el fútbol, al menos en el fútbol profesional, no: allí, cualquier noción de juego limpio, de respeto a las reglas y al rival parece ridícula, desfasada y nociva, hasta el punto de que la expresión “futbolista noble” amenaza con convertirse en un oxímoron, en una contradicción en los términos o en un sinónimo de mal futbolista, de esos que ningún entrenador quiere en su equipo. En cuatro palabras: que les den morcilla.

Artículo de Opinión para comentario crítico (semana del 23 al 27 de abril)


Atreverse a saber


LLEVO CUARENTA años publicando artículos de opinión, cosa que me ha proporcionado un dilatado conocimiento de la subjetividad humana. He aprendido que da igual que te esfuerces en precisar, aclarar y delimitar tus ideas en los textos que escribes: siempre habrá alguien que las tergiverse por completo, porque por desgracia somos así, entendemos lo que queremos entender y la pasión a menudo nos ciega. Por eso hay que tener especial cuidado a la hora de informarnos de aquellos temas que nos hacen hervir la sangre, porque son los que más retorceremos. Las emociones no se avienen bien con el entendimiento.
Claro está que hay un nivel de subjetividad inevitable: interpretamos el mundo a través de todo lo que somos y a veces el peso de nuestra vida nos impide evaluar correctamente la realidad. Recuerdo una confusión profesional que todavía me duele. Sucedió a principios de los ochenta; aunque hoy nos parezca mentira, en una piscina de un pueblo español se le impidió la entrada a un negro por el color de su piel. El caso me pareció tan zafio y tan brutal que se me ocurrió la tontería de escribir un articulito en plan de guasa, llevando la discriminación hasta la hipérbole: que me parecía muy bien, que seguro que desteñían… Una serie de burradas a cual más grotesca. Dos semanas después recibí la carta de un hombre que, humilde, educada y doloridamente, intentaba explicarme por qué los negros como él tenían derecho a entrar en las piscinas (y a vivir). Es decir, se había tomado en serio mis tremendos disparates, y ni siquiera así se indignaba conmigo, sino que intentaba convencerme. Aún hoy me tortura imaginar qué vida habría vivido ese lector para creer auténtico un texto tan atroz; y lo peor es que jamás pude pedirle disculpas ni explicarme, porque la carta no llevaba remite (una prueba más de su sensación de indefensión).

Hace años escribí un artículo en el que, tras citar las palabras de un político, las interpreté de manera equivocada

Pero la mayoría de los malentendidos no son tan dramáticos. Lo que más abunda son las tergiversaciones tendenciosas, un defecto que solemos ver muy claro en los demás, pero que nos cuesta muchísimo admitir: ya saben, los necios siempre son los otros. Yo creo, sin embargo, que es algo que por desgracia padecemos todos. Hace muchos años escribí un artículo en el que, tras citar las palabras de un político, las interpreté de manera total y obviamente equivocada. Un corrector del periódico (benditos sean) pilló el error y me salvó de cometer una estúpida pifia; y aun así, cuando el corrector me lo dijo, tuve que releer tres o cuatro veces la frase original para conseguir entender mi confusión. Y es que el tema del artículo me apasionaba mucho, de ahí lo pertinaz de mi burricie. Ese estado de ceguera literal, porque lo miraba y no lo veía, me dejó aterrada. Así de viciada es nuestra percepción del mundo.
Por cierto que ahora tenemos una prueba evidente de ello con la llamada posverdad. He dicho varias veces que no sabía por qué lo llamaban posverdad, cuando se trataba de la mentira cochina de toda la vida. Pero empiezo a pensar que no es así y que ahora puede percibirse un matiz diferente. Es cierto que siempre ha habido groseras manipulaciones de la opinión pública. Por ejemplo, en 1898 la prensa sensacionalista de William Randolph Hearst tituló truculentamente Remember the Maine, to Hell with Spain! (¡recordad el Maine, España al infierno!) y con ello contribuyó a la declaración de guerra entre Estados Unidos y España; estaban acusando a nuestro país de la explosión del navío Maine en el puerto de La Habana, aunque no había, ni hay, la menor prueba de ello. Pero es que entonces a la gente le era mucho más difícil obtener otras informaciones alternativas. Estaba más dirigida, más indefensa. Ahora, en cambio, escogemos creer el primer tuit que abunda en nuestros prejuicios, aunque el tuit de al lado demuestre que se trata de una zafia mentira. Preferimos ver determinado programa porque concuerda con nuestra berroqueña visión de las cosas, aunque con sólo hacer zapping podríamos enterarnos de que ese programa está totalmente manipulado. Sapere aude, atrévete a saber, decía Kant. Pues bien, empiezo a tener la sobrecogedora sensación de que la mayoría de los humanos elige no saber. Y de que no es un tema de ignorancia, sino de simple pereza y de cobardía.

EL TEATRO. EL GÉNERO DRAMÁTICO

TEATRO de pamelaramosgarcia