Contra el fútbol
En este
deporte, al menos el profesional, cualquier noción de juego limpio, de respeto
a las reglas y al rival parece ridícula, desfasada y nociva.
AUNQUE PAREZCA mentira, hubo un tiempo no tan lejano en que estaba mal
visto que los escritores escribiéramos sobre fútbol: el fútbol era el opio del
pueblo, una variante del panem et circenses,
una abominación del diablo, en el mejor de los casos un pasatiempo para
zoquetes. No obstante, gracias al denostado espíritu lúdico de la posmodernidad
y a la valentía de unos pocos iconoclastas que se insubordinaron contra aquel
papanatismo —pero también gracias a la ley del péndulo y a nuestra acreditada
vocación borreguil—, desde hace tiempo ocurre lo contrario: algunos de nuestros
mejores escritores son expertos analistas y escriben libros sobre fútbol,
muchos tenemos el atrevimiento de dedicarle de vez en cuando un artículo al
tema y, ya sea por placer, por ánimo gregario o por temor a ser tachado de
inculto, nadie se pierde el partido de los domingos. Así las cosas, todo indica
que el sacrílego que incurra en la temeridad de hablar mal del fútbol y
publique, por ejemplo, una columna titulada Contra el fútbolpuede
dar por seguro que será lapidado en plaza pública.
Esto es
el fútbol actual: un deporte donde, tanto o más que a los héroes, se vitorea a
los villanos. No exagero un ápice
Pero lo cierto es que nunca estuvo más justificado que ahora decir pestes
del fútbol. Y no, no me refiero sólo a lo que rodea al fútbol. No me refiero
a la corrupción oceánica que lo sumerge,
comparada con la cual la corrupción política es de risa: en el fútbol roban los
directivos, los intermediarios y los futbolistas, todos ellos jaleados por una
hinchada feliz (Tots som Messi) de que unos
multimillonarios mayormente analfabetos les roben a manos llenas, robando al
fisco. Tampoco me refiero a la violencia: ni a la verbal, que envenena los
estadios de insultos (racistas o no), ni a la física, que asola barrios enteros
a manos de hordas de hooligansespecializados
en triturar lo que se ponga por delante. No: me refiero al fútbol en sí. Un
periodista italiano me contó una historia. Ocurrió en el verano de 2006, justo
después de que Italia le ganara a Francia la final del Mundial de Alemania,
cuando visitó su periódico Marco Materazzi, el defensa de la selección
italiana. Todos ustedes recuerdan a Materazzi; todos recuerdan lo que hizo en
la prórroga de aquella final: insultar a Zidane hasta que, fuera de sí, la
estrella francesa le pegó un cabezazo marsellés, lo que provocó su expulsión y
decidió la final. “Por la redacción de mi periódico han pasado premios Nobel,
presidentes de Estados Unidos, el Papa”, remató el periodista. “Pero sólo el
día en que la visitó Materazzi se paralizó por completo”. Esto es el fútbol
actual: un deporte donde, tanto o más que a los héroes, se vitorea a los
villanos. No exagero un ápice. En el Mundial de México, en 1986, Maradona le
metió un gol a Inglaterra con una mano clamorosa, que el árbitro no vio.
¿Alguien le afeó la jugada al futbolista argentino? ¿Pidió disculpas por ella?
Al contrario: se la atribuyó a “la mano de Dios”, expresión que ha pasado a la
historia como una de las mayores hazañas balompédicas del hombre más hábil que
se ha visto con un balón en los pies. ¿Y qué decir de aquella imagen de José
Mourinho, entonces entrenador del Real Madrid, metiéndole un dedo en el ojo ante el
mundo al segundo entrenador del Barça, Tito Vilanova? ¿Se le
prohibió a Mourinho que volviera a entrenar un equipo de fútbol? ¿Fue objeto de
una reprobación general? Quia: se celebró su machada, y ahí sigue, el tío,
acumulando prestigio y millones, convertido en un icono futbolístico, en un
modelo para todos.
Son sólo tres ejemplos: podría alegar miles; no se trata de anécdotas
aisladas: se trata de la categoría, de lo que ahora mismo define al fútbol. En
deportes que todavía son deportes, como el tenis —me dicen que el golf es
igual—, estas bajezas son inimaginables. En el fútbol, al menos en el fútbol
profesional, no: allí, cualquier noción de juego limpio, de respeto a las
reglas y al rival parece ridícula, desfasada y nociva, hasta el punto de que la
expresión “futbolista noble” amenaza con convertirse en un oxímoron, en una
contradicción en los términos o en un sinónimo de mal futbolista, de esos que
ningún entrenador quiere en su equipo. En cuatro palabras: que les den
morcilla.
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